14 sept 2007

Ella

La colilla chisporroteó y humeó al chocar contra el asfalto mojado. Pronto, la lluvia terminó por apagarla. La lluvia que ya había atravesado mi gabán, mi sombrero y el resto de mi ropa y que ya parecía estar llegando hasta los huesos.


Encendí otro cigarrillo. El último del paquete. Del segundo paquete que fumé mientras esperaba a que Ella saliera.

Todo había empezado unas semanas atrás. Fuera del negocio por algún tiempo – lo que tardó en sanar la pierna derecha, rota al caer de un segundo piso, empujado por un fugitivo imbécil que no creyó que mi arma estuviera cargada y se acercó más de la cuenta. Cuando mi pierna se rompió, él ya estaba tocando las puertas del infierno. Y yo ya había perdido la maldita recompensa.

Incluso un par de dias es demasiado tiempo para estar desconectado de las principales fuentes de información y de trabajo. Una sola llamada fallida implica que un contratista llamará a algún competidor. Así que esas vacaciones forzosas fueron toda una eternidad de estar sentado viendo estúpidas películas en vídeo, comiendo pizza y limpiando una y otra vez el arma hasta cuando casi la desgasté. Y cuando pude tirar al bote las muletas al menos tres grandes contratos estaban en manos de la competencia, y yo mismo tuve que ir hasta los sitios donde habitualmente se intercambia la información y se cierran los negocios de este tipo.

Fueron un par de noches de vagar por las calles, en medio de la lluvia, calado hasta los huesos y con cada vez menos dinero para comprar comida, whisky y cigarrillos. La comida me importa poco: la vida en las calles le enseña a uno que no es realmente indispensable. El whisky… bueno, que me tome cuatro o cinco botellas a la semana no quiere decir que sea ningún alcohólico, así que me puedo pasar sin él. Pero los cigarrillos son mi vida… la que se escapa en volutas azules es la misma que entró unos segundos antes en una gloriosa aspiración de humana podredumbre.

La tercera noche fui al Bar. Nombre insípido para un local insípido, pero donde ocasionalmente había logrado algún buen contrato. Hay que tener en cuenta que después de tres horas sin cigarrillos cualquier contrato es bueno.

Y había un contrato… cerrándose justo cuando entré. Suerte que el desafortunado competidor era Will Tramper, que se echó a temblar apenas crucé la puerta. Una vieja historia. Algún día Tramper me cobrará su deuda, pero esa noche salió corriendo como el cobarde que es. Así que tomé su lugar en la barra, pedí un whisky y acepté el cigarrillo que el confundido cliente me ofreció.

Diablos, el contrato era bueno. Seis cifras, y todo por localizar – ni siquiera fotografiar y mucho menos acercarme hasta la chica. Hasta Ella.

La primera vez que la vi fue en una fotografía en blanco y negro, granulada y desenfocada. No mucho para ver, en realidad, salvo un cuerpo maravilloso cubierto pero no oculto por cuero negro, a bordo de una enorme motocicleta en movimiento, una de esas que uno siempre ve conducidas por un enorme cerdo musculoso y barbado.

Eso y nada más.

Pero ya tenía por donde empezar: los motociclistas. Cada una de esas motos es especial, única e inconfundible, y algunos de los veteranos que se reunían a jugar billar en los bares de carretera podrían identificarla sin duda.

El negocio empezó con pie derecho y cinco cifras en mi bolsillo, que me permitieron ponerle carburante al viejo cacharro y viajar hasta uno de los bares favoritos de los pandilleros… y comprar cigarrillos para todo el resto de mi vida. Bueno, si no me los fumaba durante la noche.

Sólo tuve que abordar a cuatro cerdos musculosos y gastar tres billetes antes de que alguien identificara la moto: había pertenecido al jefe de una pandilla, una de las más grandes, pero el tipo había muerto en un accidente de tren y su chica se quedó con la máquina. El tipo no sabía nada de la chica, pero me dio toda la información sobre la pandilla y sobre el antiguo propietario del vehículo, así que tres noches después ya sabía su nombre y dirección, y el sitio donde trabajaba atendiendo la barra de un bar hasta la madrugada.

Así que allí estaba, fumándome el último cigarrillo y esperando a que Ella saliera por la puerta de servicio del bar. Y vigilando al otro, una simple sombra acurrucada en un alero a tres pisos por encima y unos diez metros por detrás de mi posición tras el poste de la energía.

Finalmente, la puerta se abrió y salió uno de los meseros. Luego el otro, riendo y despidiéndose de alguien que quedaba adentro.

Luego salió Ella.

Era la primera vez que la veía en persona – algunos de los informantes habían aportado nuevas fotografías, casi siempre sin darse cuenta – y de pronto me di cuenta de que no conocía su rostro. Las fotos siempre eran demasiado lejanas y demasiado oscuras. Todas eran nocturnas, de hecho.

Pero tenía que ser Ella. El impermeable estaba cerrado por una correa que rodeaba una cintura tan estrecha que sólo podía ser la suya, y el contoneo – o mejor, la sensual ondulación – al caminar era exactamente como yo había imaginado que debía ser.

El tipo en el alero empezó a moverse antes de que Ella cerrara la puerta. Yo ya tenía el arma amartillada antes de que sacara la llave de la cerradura.

Ella me vió al salir y se quedó como congelada, mirándome a los ojos. Lo único que sé es que no estaba asustada. De hecho, sonreía. Pero la sonrisa desapareció cuando el tipo que la vigilaba desde el alero cayó – o se materializó – justo entre Ella y yo.

Alcé el arma y grité al tipo para que estuviera quieto. Me miró y se abalanzó sobre mi. Y yo le vacié el tambor del revólver, pero no pareció sentirlo. Primero cayó sobre mi con todo su peso, luego se incorporó y me arrojó sobre un montón de basura. Sin tiempo para recargar, tomé lo primero que encontré: una botella, rota por el gollete. Cuando el tipo volvió a caer sobre mi para izarme y lanzarme, se la clavé en la garganta. El tipo hizo un ruido como de gato furioso, se llevó las manos a la garganta y yo tuve tiempo entonces de sacar la navaja, abrirla y enfundarla hasta la empuñadura exactamente en su corazón. Cuando se desplomó, me incorporé y busqué a la chica con la mirada. Estaba apoyada en el poste donde yo la había estado esperando. Caminé hacia ella, cojeando un poco – el frío y la pelea me habían lastiado la pierna.

“¿Por qué tardaste tanto?” fue su saludo.

“No me lo agradezca. Sólo hice lo que cualquier otro hubiera hecho.”

“No, muy pocos hubieran podido hacerlo.”

Nunca supe cómo me encontré abrazándola, pero en medio del beso que siguió no me importó mucho. Después de una deslumbrante ráfaga de gloria proveniente de sus labios, se alejó un paso.

“Es una lástima que no hayas podido hacer tu trabajo”

“Espera un minuto” le dije. “Claro que estoy haciendo mi trabajo.”

“Ya no es necesario.” Dijo ella, sonriendo con esa enigmática sonrisa suya, acercándose para darme un beso de despedida mientras ponía algo en mi bolsillo.

Un fajo de billetes. No conté, pero era mucho. Cuando volví a mirarla, ya no estaba. Se había esfumado.

La lluvia arreció. Busqué mi arma y de pasada me di cuenta de que el cuerpo del tipo no estaba. En su lugar había sólo un montón de cenizas que la lluvia dispersaba con rapidez.

Emprendí la caminata en medio de la lluvia atroz. Una caminata que no acabará. Pues sólo terminará cuando la encuentre.

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Nota del perpetrador.

1- Me importa un comino la coherencia.
2- Es autobiográfico.
3- No, no termina aún.

3 comentarios:

Jaime Diaz dijo...

Espero la continuación...

Anónimo dijo...

Escríbala

Aretino dijo...

un trailer de esos de novela negra muy interesante