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2 may 2008

Don Medardo Vargas (Las Historias del Abuelo)

Don Medardo Vargas era el dueño de la única farmacia del pueblo. Hombre correcto, serio y recto, tanto que rayaba en la rigidez. Respetado por todos e incluso temido por su fuerte carácter.

Un buen día, o un mal día según por donde se mire, don Medardo recibió una llamada telefónica a su negocio.

-Buenas don Medardo, ¿cómo le va?

-Buenas joven, cuénteme, ¿en que puedo ayudarlo?.

-Don Medardo, ¿tiene cánulas rectales?

-Si señor si tengo. ¿De que tamaño necesita?

-¿Cual es la más grande que tiene?

-La doble cero.

-Métasela por el culo.



Y colgaron.

A don Medardo le recorrió un chorro de agua helada desde los brazos hasta la cabeza y luego empezó a bajar por su espalda hasta llegar a sus piernas. Se quedó un rato con auricular aun en la oreja y luego, lentamente lo dejó caer. Y mientras caía don Medardo abría la gaveta del escritorio y sacaba su revolver, un Webley Mark IV que limpiaba todos los días, por si acaso. Y mientras abría la gaveta el frío que lo invadía se fue transformando lentamente en calor. Un calor tan intenso que lo quemaba por dentro.

Y don Medardo salió a la calle con el revolver en la mano y gritó: Voy a matar a ese hijueputa!




-- * --


-No señor, no puedo decirle de donde vino la llamada.

-Dígame Amelia porque voy a matar a ese hijueputa.

-No puedo don Medardo, necesito una orden del alcalde. No ve que eso es información confidencial?

Don Merdado había salido directo para Telecom a exigir que le dijeran quien había sido el chistoso que había llamado a burlarse de él. Telecom estaba al otro lado de la plaza. Don Medardo iba gritando por todo el camino que iba a matar a ese hijueputa, y por esto en la puerta de Telecom ya se arremolinaba gran cantidad de curiosos mirando como don Medardo agitaba el revolver en el aire y le gritaba a Amelia, la telefonista, que le dijera quien lo había llamado si no quería que la matara a ella también.

A los pocos minutos llegó el alcalde.


-¿Qué es lo que pasa aquí Medardo? Cuál es el escándalo?

-No me joda Orlando. No me joda porque soy capaz de faltarle el respeto.

-Pero cálmese Medardo y guarde ese revolver que va a lastimar a alguien.

-Es que ese hijueputa Orlando... ese hijueputa me dijo que me la metiera por el culo... lo voy a matar.

-¿Cuál hijueputa? ¿De que habla? Venga, venga, siéntese y hablemos.

Afuera la gente comentaba. Inventaba y sacaba conclusiones. Nunca habían visto a don Medardo tan alterado y hay que ver que él se alteraba con suma facilidad. Como aquella vez que descubrió al hijo de Ismael Serrano emborrachándose con jarabe para la tos y fue a su casa a insultar a Ismael por la “mala educación y mal ejemplo que le estaban dando al chino”. Ismael Serrano acabó pidiéndole disculpas y prometiéndole que iba a estar mas pendiente de Samuel y que iba a dejar de tomar en la casa.

Pero esta vez era diferente. Algo grave seguramente había ocurrido porque ni el alcalde parecía tener los argumentos suficientes para calmar a don Medardo. Por eso cada vez llegaban más y más curiosos.


-No Medardo. Yo no puedo dar esa autorización porque usted es capaz de hacer una locura.

-Pero es que ese hijueputa Orlando... ese hijueputa...

-Tranquilo. Venga, vamos a la alcaldía y nos tomamos un trago y se calma un poco.

Y se lo llevó. Y a punta de Ginebra y buenos consejos logró calmar a don Medardo después de casi dos horas de charla. Esa noche don Medardo regresó a su casa. Organizó las cuentas del día y decidió tomar el percance como una llamada de un desocupado. Como una broma de un idiota que no tenía nada mejor que hacer. Cuando se disponía a cerrar la puerta que comunica la casa con la farmacia volvió a sonar el teléfono.

-Don Medardo?

-Si, ¿a la orden?

-Don Medardo, me enteré de la broma de mal gusto que le hicieron. El colmo que haya gente tan desocupada.

-Imagínese. Ese hijueputa me dañó el día.

-No no no, es que se ha perdido el respeto.

-Completamente. Imagínese, llamarme para decirme que me meta una cánula por el culo.

-¿Y como a que hora fue eso?

-No se... hace como 3 horas.

-¿Y no cree que ya es hora de que se la saque?

Y colgaron.


* FIN*

5 sept 2007

Desilusión...

El Presidente lloraba mientras veía como fusilaban a quien otrora había considerado su mano derecha, su hermano.

Aun no podía creer que durante años trabajara de espía dada la confianza que siempre había tenido en él.

13 jun 2007

Las Hadas Compañeras...

Como todas las tardes desde que aquella niña le regaló el libro, Laura se encontraba sentada a la orilla del rio mirando las imágenes que adornaban sus páginas cuando las hadas compañeras decidieron hablarle.

Laura era una niña muy infeliz.

Todos sus días eran exactamente iguales.

Desayunaba, si a eso se le podía llamar desayuno, al salir el sol una hogaza de pan duro como la roca y debía salir de inmediato a pedir limosna en las calles del centro; no sin antes recibir sendos golpes de su padre mientras le advertía que hoy debía traer mas dinero que la noche anterior. Pasaba las mañanas vagando de aquí para allá huyendo de los gendarmes que la perseguían acusándola de ladrona cuando su verdadera intención era violarla en algún callejón oscuro; evitando ser arrollada por los carruajes ocupados por algún noble que quería salir rápidamente de esas callejuelas sucias y malolientes; mendigando un pedazo de fruta podrida en los puestos del mercado y poniendo su mejor, o peor, cara cuando recordaba que su padre la golpearía nuevamente al regresar a casa si no llevaba suficiente dinero.
Al entrar la tarde se iba al cruce de caminos a la entrada de la ciudad para intentar, junto con otras cuantas docenas de niños, conmover a los comerciantes que volvían del pueblo vecino con sus bolsas llenas de piezas de oro para que les arrojaran algo de dinero o al menos un poco de comida.
Por las noches regresaba a casa para entregar el dinero del día a su padre que, después de haber golpeado a su madre, se ensañaba contra la pobre Laura, tildándola de inútil y de haber robado mas de la mitad del dinero que le habían dado en el día.

Todos sus días eran exactamente iguales.

Pero su rutina había cambiado ligeramente desde aquel día en que de uno de los carruajes de los comerciantes una mano de una niña de su misma edad, pero mucho más afortunada que ella, le arrojó un libro repleto de imágenes.
Desde ese día Laura sacaba algo más de una hora todas las tardes para irse a la orilla del río y se tendía boca abajo en el pasto a pasar las paginas del libro y a mirar las imágenes que lo adornaban y a intentar armar una historia coherente basándose en ellas.

Todas sus tardes eran exactamente iguales.

Mientras miraba las imágenes del libro deseaba que algo de eso le ocurriera a su padre para que así dejara de golpearla.
Deseaba que el ángel de la espada de fuego lo cortara en dos.
Deseaba que el viejo del cuchillo lo apuñalara sobre aquella roca.
Deseaba que el mar se lo tragara como se tragaba esos carros y esos caballos.
Deseaba que se convirtiera en un bloque de sal como aquella mujer.
Deseaba que lo clavaran a una cruz como a aquel hombre de barbas.
Odiaba tanto a su padre.

Si, todas sus tardes eran exactamente iguales... hasta que las hadas compañeras decidieron hablarle.

Eran dos. Pequeñas y brillantes. Con sedosas y largas cabelleras. Olían a vainilla y sus alas producían un casi imperceptible zumbido. Y le hablaron. Le hablaron y la escucharon. Se condolieron de ella y decidieron hablarle para aconsejarla.
Escucharon sus penas, sus quejas y sus pesares. Escucharon sus odios y sus ideas. Miraron con ella las imágenes de aquel libro. La escucharon y le hablaron y la aconsejaron. Y con su pureza le hablaron al oido e intentaron sacar el odio de su corazon. Le explicaron que mas que odio su padre necesitaba ayuda. Ayuda y comprensión. Que él nunca había tenido amor y por eso no sabía como darlo. La aconsejaron y la hicieron entender que en el fondo su padre no tenía la culpa de su maltrato. Que la trataba así porque no sabía como más hacerlo. Que a él siempre lo habían tratado así.

Las hadas compañeras fueron de gran ayuda para Laura. Desde que hablaba con ellas odiaba menos a su padre e increíblemente este parecía odiarla menos a ella. El cambio de actitud de la niña generó un cambio de actitud en el padre. Si. Las hadas compañeras habían ayudado mucho a Laura. Ya no sentía odio por su padre. Había aprendido a aceptarlo tal y como era. Había gente que no sabía actuar de otra forma sino así.

Por eso Laura no sintió el más mínimo remordimiento cuando cerro de golpe el pesado libro aplastando así a sus dos hadas compañeras. No sintió remordimiento porque ella era así. Era hija de su padre. Y también llevaba la maldad en la sangre.