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15 ago 2007

Mayahuel

“Embriagada por culpa de su insípida inocencia,
confundió el dulce sabor de un temprano amor con el amargo sabor de su
trágica impaciencia.”

Fabián llegó montado en su caballo blanco a la puerta del polvorín en el que aguardaba con ilusiones Mayahuel. Su camisa de algodón desabotonada dejaba ver una cadena de plata en la que pendía su fe, llevaba consigo su sombrero, su fuete y un cuerno hasta el borde de la bebida que llamamos pulque.

Después de muchos tragos, Mayahuel, embriagada quizás por una extraña fiebre provocada por el calor e inquietud natural de su edad, mezclada también con los propios del mes de julio, continuaba bebiendo de aquel elíxir mexica que hacía ver visones y hablar en náhuatl.
El encuentro era por demás inverosímil, los colores de los cuerpos desnudos contrastaban en las paredes de aquél cuarto blanco pues la palidez del hombre hacía que se perdiera en aquel fondo y en cambio Mayahuel resplandecía con las luces y sombras que iluminaban su virginal cuerpo.
Aquella niña morena y frágil, de pequeñas facciones, cabello negro y lacio, mexicana hasta en sus dientes, parecía ser sacudida por un fantasma que al final de la tormenta expulsó el color de su piel y el parecido de esa sustancia con la bebida que la embriagó fue tanto que llegó un momento en el que le pareció poesía.

Se habla de un color y un sabor muy similar al de la bebida ritual, mágica y espirituosa de nuestros antepasados, aguamiel que se extrae de la flor del maguey, esa que embriagó y sometió a los conquistados. Hoy hace de Mayahuel lo que hizo con ellos, hoy escalda su lengua, embriaga su mente, somete su alma y conquista su cuerpo.

Fabían dejó a Mayahuel sucia e inconsciente, recostada por no decir tirada en la tierra frente a la cortina de su casa y mientras la madre abría la puerta, caballo y hombre huían.

–¡Por Macuiltochtli Santo! ¡Mayita, pero qué te han hecho!

Hoy, el roble feroz y blanco del hacendado exhortó a la niña a ser parte de él, embriagada por culpa de su propia inocencia, traicionada por el amor y la confianza que brindó al güero de ojos verdes, permitió que confundiera el dulce sabor de un temprano amor con el amargo sabor de su trágica impaciencia, y más aun de la impaciencia de aquél hombre blanco hambriento de piel morena que no hizo más que fecundar con su fermento extraño y podrido a aquella pequeña niña mexicana.­

11 jun 2007

Color a Chocolate

El General Díaz fue desterrado a Francia en donde lo aguardaban con los brazos abiertos.

Ya sin él, se desató una desenfrenada hambre de poder que recorría el país de norte a sur dándole a la sangre la facultad de teñir a la tierra del color que más le placiera. Hijos de un mismo pueblo apuñalándose, fusilándose, hiriéndose y matándose entre sí, ¿Cuál será el motor inhumano para matar a un hermano?

Eduardo estaba ahí, hambriento, mugriento, lleno de polvo y tierra, con la suciedad hecha costra y la sangre-viva, esperanza.

Guadalupe, con sus enaguas alzadas para poder navegar con mayor facilidad entre tantos cuerpos: unos tantos estaban vivos, otros, un tanto agónicos y otros muchos, muertos, iba en busca de un hombre del cuál ni siquiera sabía su nombre, recordaba sus ojos sólo por la noche que los tuvo muy de cerca frente a los suyos.

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Ya sin un objetivo claro por el cual luchar, con una falta de paz en el alma y una guerra abundante que se le veía en el cuerpo, Eduardo exhortó a un corazón herido a hacer un labor sobrehumano para seguir latiendo. Su cuerpo parecía estar untado con una sustancia color a chocolate, pero el aroma a muerte decía en sus notas que esa consistencia negruzca era la tierra de la que injustamente no somos dueños mezclada con una sangre que si es nuestra y que duele.

Entre gritos de agonía andaba Guadalupe, con la quijada firme y una entereza celestial. En el suspiro de sus ojos se podía ver la fortaleza de su alma y de su fe. Una mujer de corazón bravío y de sutil belleza, con un cuerpo labrado en fina madera, con el color fuerte y con el brillo resplandeciente. Su piel, sin duda, era caoba.

Guadalupe, en un evento casi milagroso, observó a aquél hombre con vida entre los muertos y sin pensarlo se dirigió a su lecho para estar con él, pues podría ser la última vez que lo sintiera.

Esa mujer, ahora si, con el alma hecha un harapo pero con el corazón desbordado como una máquina de vapor, se acuclilló al cuerpo de aquél hombre emborrachado de emociones y con una cierta destreza que sólo el amor puede dar, pasó su mano izquierda por debajo de la nuca de Eduardo, para sostener su cabeza y tenerlo más de frente.

El destino hizo justicia y una vez más los mostraba juntos, esta ocasión era el quién estaba entre sus brazos y asu total disposición. Sin oportunidad de evitarlo, Eduardo rompió en llanto como implorando perdón, ella no hizo más que limpiar y besar su frente en señal de perdonarlo.

Guadalupe, sacó el puñal que llevaba entre las enaguas y apuñaló sin misericordia hasta matar a aquél criminal que le destrozó la falda, la blusa y consigo, el corazón. Apuñaló con enfado hasta hacer los suficientes agujeros como para verter lo poco que le quedaba de sangre a aquél hombre que soñaba con una revolución que sólo le dio más hambre y más pena.