Sentado en estado de letargo, sexy y barrigón, con maletín de cuero en mano derecha y pucho de canela en los secos labios. Trasnochado, desesperado, en sala de espera y con el alma a ritmo de hilo dental. Colonia de alcohol de menta sobre su peludo pecho, zapato mocasín con moneda falsa en su lengüeta, mirada de niño de colegio sobre la nariz, párpados manchados de noches de fuga y almohadas húmedas, pantalón largo, blanco, viejo y sucio, camisa guayabera azul con los tres botones iníciales sin adjuntar, todo un modelo de polideportivo local.
Sentada en estado desesperación, sexy y delgada, con blusa azul sin lavar, sandalias color dorado al borde de la cama, cabello sin cepillar, ondulado de tanto halar contra su nuca, frente con marcas de acné y sin ser levantada, nariz con manchas de sangre, senos caídos por la violencia de la soledad, piernas sin tres días de depilación, desnuda y sin amante que la abrace se estira lentamente sobre un juego de sábanas grises que han servido como altar en un cortejo de cabras y bueyes.
Cualquier octubre sirve de ocasión para cualquier transeúnte que al dejarse tentar por una tarde de café con amigos se desvive por hablar en ocasiones más allá de lo que la conciencia le reprocha, sirve para caminar en centros comerciales y antojarse en las vitrinas de los centavos que visten y muelen a los maniquís, yeso molido o yeso moldeado sirve para lo mismo, para colgar ropa en vitrinas. Con su maletín, después de comer y beber se dispone a caminar tras rejas de decepción, se concentra en esquinas, se acomoda en bancas, se pavonea en almacenes de ropa, se expone ante la indignación ajena con su glorioso atuendo, le suda cada axila al ritmo de la respiración, se le brota la quijada de aquel néctar lleno de grasa consecuencia de una mala alimentación, se entrega en pasillos sin virar a un lado o a otro para sumergirse en esas soledades que su dinero y su simbólica presencia le permiten. Un vigilante de seguridad, sujeto de corbata y camisa del mismo color pero con tonalidades diferentes revisa los pasos del caballero aquel, le saluda con la amabilidad del vecindario, le brinda un espacio en la fila de sustitutos y le propone tomar la caja rápida.
Lento, lleno de sudor y con un brillante reloj rodeado de bellos en la muñeca entrega el maletín al joven cajero del Banco, sí, del banco. Revisa el conteo de billetes y sonríe con un placer propio de jóvenes y criminales, se desvive por llegar a la cita pactada, inclusive insiste al joven cajero apurar su conteo y su respectivo ritual de aprobación, como siempre, una papeleta llena de sellos y firmas da constancia de un negocia aprobado, le permite dar paz al transeúnte sexy y barrigón, quién apresurando el paso retorna a su nostálgica travesía, allí, donde la nostalgia alquila un techo para hacer de la suyas lo esperan dos morenos, uno mueco, uno flaco de estatura promedio, una rubia de senos copa D y un pequeño aprendiz de marihuanero, todos juntos haciendo oda al crimen organizado, a esas familias que sólo viven para matarse entre ellas, con ansiedad y bravura le esperan.
Cae el sol con la misma depresión con que la blusa azul fue sometida al sudor de un cuerpo mal elaborado, mal administrado y dejado en condiciones llenas de cerveza y tabaco, nuestro caminante hace presencia en una casa de dos pisos, vieja, fea y en mal estado, ansioso por encontrar a sus jueces entra desesperado para dar constancia de que el pago se ha efectuado de manera provechosa y ausente de sospecha, lastimosamente y para su débil estado de gracia sólo encuentra, en la habitación, al fondo, sin ropa, con uñas postizas, las sandalias al lado de la puerta del baño, la blusa bajo el borde de la cama, dos copas aguardienteras en el suelo, un cenicero lleno de colillas, un cabello maltratado y con rasgos de sangre, una mujer no mayor a los dieciocho marzos de existencia, con el tabique señalando al occidente, con la mirada buscando la paz eterna y el pulso sanguíneo estancado en un hematoma propio de un artista, creado para dejar huella y manchar conciencias.
Sexy y barrigón, arrodillado y con el rostro frente a frente con el suelo, con la quijada temblando y las rodillas vibrando de odio y dolor. Había olvidado que la Ausencia del tiempo era más peligrosa que la presencia de billetes y esperanzas, el pacto se había cerrado trece minutos atrás con la muerte de su pequeña hija, los captores, al no recibir noticias del pago sugerido y viendo la tardanza del barrigón transeúnte dejaron en el filo de la muerte la decisión de cerrar toda posibilidad de canje y esperanza.
Sólo aquellos que sufren la ausencia del tiempo en esos pasos que de transeúntes vuelven sedentarios, comprenden el valor de la ausencia y sus excesos, excesos que siempre son sinónimo de dolor y sufrimiento.
FIN.
Sentada en estado desesperación, sexy y delgada, con blusa azul sin lavar, sandalias color dorado al borde de la cama, cabello sin cepillar, ondulado de tanto halar contra su nuca, frente con marcas de acné y sin ser levantada, nariz con manchas de sangre, senos caídos por la violencia de la soledad, piernas sin tres días de depilación, desnuda y sin amante que la abrace se estira lentamente sobre un juego de sábanas grises que han servido como altar en un cortejo de cabras y bueyes.
Cualquier octubre sirve de ocasión para cualquier transeúnte que al dejarse tentar por una tarde de café con amigos se desvive por hablar en ocasiones más allá de lo que la conciencia le reprocha, sirve para caminar en centros comerciales y antojarse en las vitrinas de los centavos que visten y muelen a los maniquís, yeso molido o yeso moldeado sirve para lo mismo, para colgar ropa en vitrinas. Con su maletín, después de comer y beber se dispone a caminar tras rejas de decepción, se concentra en esquinas, se acomoda en bancas, se pavonea en almacenes de ropa, se expone ante la indignación ajena con su glorioso atuendo, le suda cada axila al ritmo de la respiración, se le brota la quijada de aquel néctar lleno de grasa consecuencia de una mala alimentación, se entrega en pasillos sin virar a un lado o a otro para sumergirse en esas soledades que su dinero y su simbólica presencia le permiten. Un vigilante de seguridad, sujeto de corbata y camisa del mismo color pero con tonalidades diferentes revisa los pasos del caballero aquel, le saluda con la amabilidad del vecindario, le brinda un espacio en la fila de sustitutos y le propone tomar la caja rápida.
Lento, lleno de sudor y con un brillante reloj rodeado de bellos en la muñeca entrega el maletín al joven cajero del Banco, sí, del banco. Revisa el conteo de billetes y sonríe con un placer propio de jóvenes y criminales, se desvive por llegar a la cita pactada, inclusive insiste al joven cajero apurar su conteo y su respectivo ritual de aprobación, como siempre, una papeleta llena de sellos y firmas da constancia de un negocia aprobado, le permite dar paz al transeúnte sexy y barrigón, quién apresurando el paso retorna a su nostálgica travesía, allí, donde la nostalgia alquila un techo para hacer de la suyas lo esperan dos morenos, uno mueco, uno flaco de estatura promedio, una rubia de senos copa D y un pequeño aprendiz de marihuanero, todos juntos haciendo oda al crimen organizado, a esas familias que sólo viven para matarse entre ellas, con ansiedad y bravura le esperan.
Cae el sol con la misma depresión con que la blusa azul fue sometida al sudor de un cuerpo mal elaborado, mal administrado y dejado en condiciones llenas de cerveza y tabaco, nuestro caminante hace presencia en una casa de dos pisos, vieja, fea y en mal estado, ansioso por encontrar a sus jueces entra desesperado para dar constancia de que el pago se ha efectuado de manera provechosa y ausente de sospecha, lastimosamente y para su débil estado de gracia sólo encuentra, en la habitación, al fondo, sin ropa, con uñas postizas, las sandalias al lado de la puerta del baño, la blusa bajo el borde de la cama, dos copas aguardienteras en el suelo, un cenicero lleno de colillas, un cabello maltratado y con rasgos de sangre, una mujer no mayor a los dieciocho marzos de existencia, con el tabique señalando al occidente, con la mirada buscando la paz eterna y el pulso sanguíneo estancado en un hematoma propio de un artista, creado para dejar huella y manchar conciencias.
Sexy y barrigón, arrodillado y con el rostro frente a frente con el suelo, con la quijada temblando y las rodillas vibrando de odio y dolor. Había olvidado que la Ausencia del tiempo era más peligrosa que la presencia de billetes y esperanzas, el pacto se había cerrado trece minutos atrás con la muerte de su pequeña hija, los captores, al no recibir noticias del pago sugerido y viendo la tardanza del barrigón transeúnte dejaron en el filo de la muerte la decisión de cerrar toda posibilidad de canje y esperanza.
Sólo aquellos que sufren la ausencia del tiempo en esos pasos que de transeúntes vuelven sedentarios, comprenden el valor de la ausencia y sus excesos, excesos que siempre son sinónimo de dolor y sufrimiento.
FIN.
1 comentario:
Me gustó; sin embargo me queda la sensación de una historia un poco densa; se desenvuelve magnificamente y deja un sabor de boca agrio.
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